Hay dos modos
muy distintos de ver la niñez. Según algunos, el niño
está en una etapa “de paso”. Su meta consiste en
llegar a ser grande. Todo debe quedar orientado a conseguir este objetivo,
mediante una buena educación. Así prepararemos al que
mañana será ciudadano, trabajador, padre o madre de
familia.
Para otros, la
niñez es una etapa muy particular y hermosa, en la que la vida
adquiere un matiz mágico y alegre, lúdico y misterioso.
Una etapa tan bella que todos, en el fondo, desearíamos vivir,
nuevamente, como cuando éramos niños.
Entre estas dos
visiones extremas, desde luego, existen muchas otras posibles interpretaciones.
Queremos ahora, simplemente, mirar hacia Jesucristo, hacia el fundador
de la Iglesia, y preguntarle: Tú, ¿qué piensas
de los niños?
En el Evangelio
descubrimos tres pistas para la respuesta. La primera: Jesús
fue niño. Vivió con sus padres, supo obedecerles, aprendió
con ellos a rezar, a trabajar, a interpretar las nubes del cielo y
a tener cuidado al encontrar una víbora o un escorpión.
Jugó sobre las piernas de María, corrió por los
caminos de Nazaret, y se cansó cuando, cada año, subía
a pie, con sus padres, las pendientes de Jerusalén.
La segunda pista:
Jesús, cuando fue grande, resultó muy simpático
a los niños. Los pequeños tienen un “olfato”
especial para ver quién los quiere de verdad y quién
los ve como un estorbo o una molestia. Y los niños iban con
mucha confianza y con mucha alegría para estar un rato con
Jesús. A veces no se daban cuenta del tiempo que pasaba, y
por eso en una ocasión los discípulos, quizá
cansados, quisieron apartarlos del maestro. Jesús no dudó
en defender a sus amigos “de pantalón cortito”: “Dejad
que los niños vengan a mí...”
La tercera pista
es, quizá, la más difícil de comprender. En una
ocasión en la que los discípulos habían discutido
sobre quién era el más importante, Jesús tuvo
que acercar a un niño, ponerlo en medio, y presentarlo como
modelo: “Si no os hacéis como niños no entraréis
en el Reino de los cielos”. Así de claro: el niño
no es sólo un “hombre en pequeño”. Más
bien cada adulto debería ser un “niño en grande”.
Ser como niños es la condición indispensable para el
triunfo, es el camino recto y seguro para llegar al cielo, para ser
felices de verdad.
Nuestro queridísimo
Papa Juan Pablo II, en 1994, escribió una “Carta a los
niños”. En ella se atrevió a llamar al mensaje
de Jesús con la fórmula “el Evangelio del niño”.
Juan Pablo II tuvo que explicar esta fórmula audaz y misteriosa:
“En efecto, ¿qué quiere decir: «Si no cambiáis
y os hacéis como los niños, no entraréis en el
Reino de los cielos»? ¿Acaso no pone Jesús al
niño como modelo incluso para los adultos? En el niño
hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino
de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños,
los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos
de bondad y puros. Sólo éstos pueden encontrar en Dios
un Padre y llegar a ser, a su vez, gracias a Jesús, hijos de
Dios”.
El Evangelio
del niño vale de modo especial para un mundo que busca continuamente
nuevas fórmulas para la felicidad y el progreso. No seremos
felices si tenemos más dinero, si llenamos los graneros con
cereales, si vemos más televisión o si viajamos por
todos los océanos y países de la tierra.
En cambio, podemos
ser felices si, con los ojos limpios y frescos de un niño,
damos un beso de cariño a nuestros padres antes de dormir;
si recordamos, de vez en cuando, a nuestro ángel de la guardia;
y si buscamos, entre las estrellas, si alguna tiene escrito nuestro
nombre o el de nuestros amigos y conocidos. Seremos felices si aprendemos
a confiar y a ser puros y generosos, como los niños. Seremos
felices, finalmente, si nos comprometemos a defender, cuidar y escuchar,
con el mismo amor de Jesucristo, a esos niños cuyos ángeles
contemplan, en el silencio bullicioso de lo invisible, el rostro de
un Dios que nos quiere demasiado, y que un día fue, como nosotros,
simplemente eso: un Niño...
Fernando Pascual,
L.C.
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