Cuatro años después de haberse
proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción, se apareció la
Santísima Virgen a una niña de catorce años, Bernadette
Soubirous, en una gruta cercana a Lourdes. La Virgen era de tal
belleza que era imposible describirla, cuenta la Santa (Carta al
padre Godrand, año 1861).
Las apariciones se sucedieron durante diecisiete días más. La
niña preguntaba su nombre a la Señora, y esta «sonreía
dulcemente». Por fin, Nuestra Señora le reveló que era la
Inmaculada Concepción.
En Lourdes se han sucedido muchos prodigios sobre los cuerpos y
más aún sobre las almas. Incontables han sido las curaciones, y
muchos más quienes han vuelto sanos de las diferentes
enfermedades que también puede padecer el alma, habiendo
recobrado la fe, con una piedad más recia o con una aceptación
amorosa de la voluntad divina.
Al meditar en esta fiesta, vemos cómo el Señor ha querido
poner en manos de su Madre todas las verdaderas riquezas que los
hombres debemos implorar, y nos ha dejado en Ella el consuelo
del que andamos tan necesitados. Aquellas dieciocho apariciones
a la pequeña Bernadette son una llamada que nos recuerda la
Misericordia de Dios, que se ejerce a través de Santa María.
La Virgen se muestra siempre como Salud de los enfermos y
Consoladora de los afligidos. Nosotros, al hacer hoy
nuestra oración, acudimos a Ella, pues son muchas las
necesidades que tenemos a nuestro alrededor. Ella las conoce
bien, nos escucha allí donde nos encontramos y quiere que
acudamos a su protección. Y esto nos llena de alegría y de
consuelo, especialmente en la fiesta que hoy celebramos. A
Nuestra Señora acudimos como hijos que no se quieren alejar de
Ella: «Madre, Madre mía...», le decimos en la intimidad
de nuestra oración, pidiéndole ayuda en tantas necesidades como
nos apremian: en el apostolado, en la propia vida interior, en
aquellos que tenemos a nuestro cargo, y de los que nos pedirá
cuentas el Señor. (Hablar
con Dios, I)
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