Para los más jóvenes
Paulina Mönckeberg
© Paulina Mönckeberg
Lo vigilaba con atención. Josemaría era muy inquieto y en sus momentos de mayor júbilo estremecía los barrotes de la cuna dando saltos a tal extremo que, en una ocasión, dio una vuelta en el aire y cayó al suelo. Afortunadamente, aparte del llanto por el susto, nada más le ocurrió.
Josemaría tenía dos años y hasta entonces había sido un niño muy sano. Sin embargo, una mañana pareció no tener su alegre vitalidad. Estaba decaído y sin apetito: había amanecido con mucha fiebre.
El Relojerico estaba tranquilo, pues él conocía la voluntad de Dios. Sin embargo, le afligía ver al niño con tan mal semblante y a sus padres tan afligidos.
Pasaban las horas y la fiebre no cedía. Los médicos conocían la gravedad de aquella enfermedad y su casi imposible curación. Por eso, luego de luchar varios días por salvar su vida, llegó un momento en que no pudieron hacer nada más.
El Relojerico, sin ser médico, tenía la solución del problema:
—Debéis encomendarlo a la Santísima Virgen, insinuaba en sus almas.
En cuanto don José despidió esa noche al médico, muy triste, se dirigió donde su mujer:
—Me ha dicho que no pasará la noche.
—¡El primer hijo varón, y se me muere!, dijo ella con el corazón partido. Vamos a ofrecérselo a la Virgen para que nos lo quiera curar...
Y le prometió llevar a Josemaría a la ermita de Torreciudad.
El Relojerico miró a la Santísima Virgen y la vio sonreir ante esta petición:
—Lo hará, se dijo sonriendo satisfecho.
Así fue. A poco de pasar la medianoche, la fiebre bajó y el niño casi inconsciente comenzó a reaccionar hasta sentarse en la cama y terminar moviendo los barrotes de la cuna con la energía de siempre.
Sus padres que no se habían movido ni un instante de su lado, al verlo lo abrazaban y reían felices: su hijo estaba curado.
—¡¡ Madre mía, gracias, gracias !!
Temprano en la mañana llegó el médico a casa de los Escrivá.
—¿A qué hora ha muerto el niño? Preguntó casi sin dudar.
—¡Ah! No sólo no ha muerto, sino que está perfectamente, respondió gozoso don José.
El médico no podía creer lo que veía.
—Pensé que había muerto durante la noche. Pepe, esto es un favor muy grande del Cielo.
—Sí que lo es, repuso don José. Y en cuanto podamos iremos con él a Torreciudad.
Una feliz peregrinación
Al llegar la primavera, don José y doña Dolores se dirigieron con el niño a Torreciudad.
El lugar quedaba en lo alto de una montaña de muy difícil acceso, bordeado de precipicios, quebradas y rocas. Sólo se llegaba hasta ahí en mula y en mula fueron, pues, los padres con Josemaría.
A paso lento, don José recorrió el estrecho camino que conducía a la ermita, tirando de la mula que cargaba a doña Dolores y a su hijo. Josemaría no cabía en sí de felicidad: era la primera vez que montaba en mula.
El Relojerico iba dichoso a visitar a la Virgen; nada agrada más a Dios que las visitas a su Madre, la Virgen María.
Por lo demás, él había pedido especial protección del Cielo para este viaje: lo sabía peligroso y con el demonio... nunca se sabe. Por este motivo, cientos de ángeles se unieron a esta feliz peregrinación.
Algunos conejos silvestres correteaban por entre las patas de las mulas, pero el Relojerico los alejó de allí, no fuera que espantaran los animales.
Nada más llegar, don José ató las mulas y ambos se arrodillaron delante de la Virgen para dar gracias, rezar el Rosario y mostrar al niño totalmente sano.
Desde el Cielo la Santísima Virgen los miraba complacida.
A lo lejos piaba un pajarito y se oían las mulas comiendo hierba.
Paulina Mönckeberg, Vida y venturas de un borrico de noria©, 2004
Ediciones Palabra, S.A., 2004
Fuente:http://www.es.josemariaescriva.info
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